27 feb 2010

Crítica de Roger Salas sobre El Lago de Corella

Sin bufón sobre las aguas
Roger Salas

Parecería que el bailarín madrileño Ángel Corella había empezado la casa por el tejado cuando se propuso debutar con su compañía a partir de “La bayadera”, y ahora resulta que, como tercer programa, sigue por las partes altas de la construcción al enfrentarse a “El lago de los cisnes”, en una digna producción propia que viene, por razones circunstanciales, a situarse en el centro de una agria polémica mayor: la pertinencia de un ballet académico (y de carácter estatal) en España, batalla a todas luces perdida y que últimamente se ha visto iluminada con faroleos oficiales y descabelladas muestras de teórica buena voluntad, tan efímeras como desinformadas.

“El lago de los cines” es, sin apurar rigores, más difícil empeño que “La bayadera”. Su estilo, la variedad de sus matices, la riqueza de sus danzas de carácter (muy flojas en esta versión, por cierto), la especificidad de sus caracteres y los patrones corales de su acto blanco, lo hacen paradigma del género. Si una compañía tiene un buen “Lago…”, entonces puede hacer cualquier cosa, incluso experimentos modernos (y no al revés).

Corella, que merece de entrada elogios, hace una versión dentro de los estándares occidentales aceptados como canónigos, especialmente los anglosajones, y es así que su versión toma de aquí y de allá, con bastante buen tino, y arma, como puede y le deja una magra plantilla, los cuatro actos, esta vez dividido, a la neoyorkina, en dos actos masivos cuyos tránsitos no están suficientemente rodados y necesitan música, que mucha hay en el libro original (como en su día hizo Balanchine, entre otros) o los tan socorridos “cameos” de pantomima.

Hay mucho en los diseños de Tyrrell de esa tradición anglosajona, y sobre todo de la versión diseñada por Günther Scheider-Siemssen para Peter Schaufuss (London Festival Ballet, 1987), que por cierto, fue la primera en usar el láser y las proyecciones retro-espectrales. Entonces fue muy novedoso. Corella usa las de Álvaro Luna, un virtuoso de esa técnica cuya intervención sabe a poco y seguramente habría mejorado los efectos de escenario que perseguía el guión. A Tyrrell, de gusto generalmente doméstico, también se le cuelan en escena objetos extraños (las coronas de la reina madre, por ejemplo, un yelmo galáctico para el brujo o los trajes de pesadilla de la danza española). El segundo acto es el mejor, aunque en el cuadro final debe rodarse la maquinaria del suicidio del príncipe y el paseo espectral sobre las aguas.

Para seguir con la línea de los cambios, Corella suprime al bufón (una invención también rusa y premoderna universalmente aceptada, y que en Occidente tomó carta de naturaleza en la Ópera de París con Vladimir Bourmeister en 1960). También la “Tarantela” (o Napolitanos) del tercer acto, es bailada por dos hombres: innecesaria reducción que destruye la estructura y roza el absurdo. La formación de los cisnes en el esquema 12-4-2- también reduce la evolución grupal planimétrica en un 50%, pero no hay rupturas y el ingenioso final de conjunto puede, una vez ensayado y perfeccionado, ser muy bueno y acertado.

Los norteamericanos Ashley Ellis (Odette-Odille) y Joseph Gatti (Sigfrido) aportaron su madurez y su buen baile, bastante apurados (y perjudicados) por el director musical Alexei Baklan, que al parecer, tenía mucha prisa; los metales –especialmente la trompeta- de la Orquesta Sinfónica de Kiev, no tuvieron tampoco su noche. Ellis es una bailarina dúctil que a veces sobreactúa u otras no se muestra convincente en el ataque ni en el salto; es correcta, pero su avance sobre el personaje se hace confuso. Gatti se mostró inspirado y fue lo mejor de la función.

Fuente: elpais.com
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